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Señale las diferencias entre el arte rupestre del Paleolítico superior en la región cantábrica y el del Postpaleolítico en el levante español

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La cueva mágica

 Los primeros pasos del ser humano en la Península Ibérica son confusos. La vida durante la Prehistoria, al carecer el investi­gador de fuentes escritas, respira únicamente en los restos mate­riales que la cirugía del tiempo no ha borrado del todo y se ha dignado respetar. Aldeas enterradas, pobladas de huesos y cráneos, de vasijas y utensilios, rastros de niebla y fantasía atra­pados en las pinturas que adornan cuevas y grutas, o cons­trucciones funerarias ayudan a descifrar y reconstruir las cos­tumbres y los modos de vida de los primeros hombres que habitaron el solar ibérico. Bajo la tenue luz de los avances científicos, se puede afirmar que la vieja Iberia estuvo habitada por comunidades humanas desde tiempos remotos. Como testi­gos mudos de una edad sin historia, el conjunto de fósiles hallado en el yacimiento burgalés de Atapuerca permite aven­turar la existencia de un hombre, el Homo antecessor, que hace aproximadamente un millón de años vivía en suelo ibé­rico en condición de nómada, vagando de un lugar a otro en busca de alimentos y cobijo. Había llegado de África y su paso por el mundo quedaría encerrado entre esqueletos huma­nos, cantos tallados... y toda una serie de hallazgos arqueológicos que recoge el caminar del primer hombre por tierras de Europa.

 Sin duda, la vida de aquellas comunidades era muy preca­ria. Abrumados por la presencia de la muerte, viven en las ori­llas de los ríos y al caer la noche, ante el temor de las fieras, bus­can abrigo en parajes cerrados por la maleza o en los refugios naturales de las cuevas. Cazan, pescan, recolectan frutos silves­tres y utilizan herramientas, como hachas de mano o puntas de lanza, que ellos mismos fabrican tallando la piedra. Aquellos vie­jos errantes de la Península mantenían una lucha continua con las fuerzas de la naturaleza para poder sobrevivir, guiándose por los ríos y las costas y huyendo siempre de los bosques y las altas cordilleras. La trashumancia anual de las manadas, las estacio­nes de florecimiento de las especies vegetales, las temporadas de nieve o lluvias y los cambios climáticos regían los destinos de las primeras comunidades primitivas, y explican la inestabi­lidad de sus campamentos, concebidos exclusivamente como lugares de paso.

 Hacia el año 100.000 a. C. la Península Ibérica acogería otro inquilino, el Homo sapiens o de Neanderthal, que poco a poco irá perfeccionando la industria de piedra del hombre primitivo y protagonizará los primeros ritos funerarios. Setenta milenios después, el hombre de Cromagnon desterrará de Europa al Nean­derthal e introducirá importantes innovaciones en la fabricación del utillaje, adaptándolo a su entorno físico y a las necesidades de una economía recolectora y cazadora. La fantasía del Cromagnon daría a luz nuevos instrumentos líticos o mejoradas herramien­tas de asta y hueso, arpones, propulsores o agujas de coser, que muy pronto se extendieron por todos los núcleos habitados de la España prehistórica. Al mismo tiempo el arte rupestre baña­ría de pinturas las paredes de las cuevas de Altamira. Allí, en las tierras de Cantabria, en las representaciones polícromas de bison­tes, caballos o ciervos quedaría retratado todo el misterio de una era señalada por el aliento de la supervivencia, una mirada de musgo donde, más allá de las figuras animales, los investiga­dores de nuestros días han vislumbrado un significado mágico o religioso, según el cual el cazador-pintor creería estar en posesión de la bestia representada, a la que da muerte cuando concluye el último trazo artístico.

 Pese a los avances logrados durante esta época habría que esperar más de veinticinco milenios todavía para que germina­ran en la Península Ibérica las primeras comunidades capaces de cultivar los campos y domesticar los animales. Entre los años 5000 y 3500 a. C. el vendaval del Neolítico barrerá la vida errante de los primitivos cazadores. Con la mirada puesta en la tierra, las comunidades aumentan la disponibilidad de alimentos, cre­cen, se agrupan y construyen los primeros signos de vida urbana mediante pobres agrupaciones hechas de casas de piedra y adobe. Al igual que ocurrirá más tarde, cuando desembarquen en la Península los mercaderes griegos y fenicios, las nuevas corrien­tes culturales encuentran pronto acomodo en la región andaluza y levantina, retrasando su entrada en la Meseta y el norte. Había llegado el alba de la agricultura y la ganadería. El hombre primi­tivo cultiva trigo y cebada, domestica los animales — cabra, cerdo, oveja... — , aprovecha productos secundarios como la leche o la lana..., produce objetos cerámicos y mejora las viejas herramientas de piedra o elabora tejidos. Fruto de esta renovación econó­mica y humana, las comunidades hispanas empiezana acumu­lar los excedentes obtenidos. Nace el comercio y la especializa­ción del trabajo, en tanto la propiedad de la tierra y los rebaños acelerarán el pulso de las primeras diferencias de clase. Poco a poco el desarrollo de la agricultura y la ganadería como fuentes de riqueza y el inicio de la actividad metalúrgica dieron paso a la construcción de grandes poblados rodeados de murallas don­de primero el cobre y después el bronce derrocarían la mori­bunda monarquía de la piedra.

 En Los Millares, uno de los poblados más asombrosos de la Edad del Cobre (3000 a.C.-2000 a.C.), protegidos por un complejo sistema defensivo, los primitivos almerienses se agol­paron en cabañas de planta circular, atentos a los albores del metal y los ciclos del campo, mientras honraban a sus difuntos ente­rrándolos en tumbas de corredor, símbolo del imparable proceso de estratificación social y la aparición de aristocracias locales. Allí, dormido en las acequias y las tumbas de la necrópolis, entre las reliquias de cerámica, piezas de cobre, restos de telares y mate­riales exóticos, quedaría embalsamado un mundo adolescente que ya comerciaba con mercaderes venidos de tierras lejanas. Hacia el año 2000 a.C. daría comienzo la Edad del Bronce. El poblado más conocido de este período es El Argar, situado en el sureste de la Península, donde la explotación minera y los objetos de oro y plata arrinconaron la industria de piedra y hueso.

 Paralelamente las comunidades primitivas cubren de megalitos — piedra grande — buena parte de los valles de la penín­sula Ibérica, desde la fachada atlántica portuguesa y gallega al País Vasco, desde Andalucía a Cataluña. A pesar de sus diferen­cias cronológicas y formales, los sencillos dólmenes asturianos, cántabros y vascos, los ostentosos sepulcros de cámara poligonal o trapezoidal de la cultura del Alentejo o las grandes tumbas de corredor de las elites emergentes del valle del Guadalquivir dejan testimonio de un nuevo modo de entender la muerte. Durante la erupción de los metales, en una época en la que el gusto por la cerámica propagaba el arte del vaso campaniforme en los talle­res artesanos y la posesión de un arma era símbolo de indepen­dencia social, las minorías dirigentes utilizaban aquellas estruc­turas de piedra para expresar la ilusión de su poder más allá de la muerte o subrayar los territorios y rutas de desplazamiento de los rebaños.

 Al decaer el segundo milenio, la Península Ibérica se inte­grará en las rutas marítimas de comerciantes y aventureros del Mediterráneo y entablará relaciones con gentes de la Europa con­tinental. Contagiados por la fiebre de plata que recorre las rutas del Mare Nostrum, mercaderes venidos de Oriente arribarán a las costas del sur y el Levante. Allí estrecharían lazos comercia­les con las comunidades indígenas y fundarían nuevas colonias, diseminando su cultura y artesanía, sus delicadas cerámicas y piezas de orfebrería por todas las aldeas. Entretanto, la Meseta se encerraba en la tradición y el norte era visitado por hombres y mujeres procedentes de Europa. Bajo el hechizo de gentes transpirenaicas y el exotismo oriental, la Península Ibérica iniciará su peregrinaje — primero en los relatos de viajeros y poetas y des­pués en las viejas crónicas de los historiadores griegos y roma­nos — a través de los caminos de la Historia.

 Fernando GARCÍA de CORTÁZAR

Historia de España

 EL ARTE CUATERNARIO EN ESPAÑA

 El Paleolítico superior viene a coronar, tras tantas luchas y peligros, la primera parte de la vida de los humanos. Sus características físicas son ya semejantes a las nuestras, con rasgos más duros, pero no hostiles. Han desarrollado portentosamente sus técnicas, hasta el punto de que ya no encierran para ellos ningún secreto ni la labra de útiles desílex — con un hábil retoque que ocupa toda la superficie de una punta — ni la fabricación de punzones y leznas de hueso con el extremo en sección poligonal para así ajus­tarlas mejor al mango, por no citar más que un ejemplo de los incontables pequeños detalles del utillaje cotidiano. Más aún, lo poco que sabemos de ellos nos permite afirmar que, en el plano del espíritu, su semejanza con nosotros es todavía mayor que en el aspecto somático. Cierto que es difícil averiguar la espiritualidad de gentes tan remotas, que nada nos dijeron acerca de sí mismos; pero indirectamente podemos conocer mucho de lo que fueron su verdadera condición y costumbres. Uno de los testimonios más re­veladores es, sin duda, el que nos aporta su arte.

 Dos son las manifestaciones artísticas del Pa­leolítico que debemos considerar, a cuál más maravillosa: el arte rupestre y el arte mobiliar o mueble. Si aquél nos descubre la existencia de grandes artistas, cuyas producciones hemos de buscar en recónditos lugares, casi inaccesibles, en lo profundo de las cuevas, el arte mueble es el de cada día, el de cada momento: es el útil que se maneja y al que difícilmente cabe atribuir un valor mágico. Y si la gran pintura rupestre puede calificarse de actual, en cuanto que satis­face nuestro sentido estético, también es actual el afán del hombre por embellecer sus objetos de uso diario, haciéndolos útiles y hermosos al propio tiempo. Era, por consiguiente, muy próxima a la nuestra la mentalidad de aquel hombre del Paleolítico superior que gozaba manejando lujosos propulsores o tallando figuras femeninas para sus ritos de fecundidad.

 Desde que el descubrimiento de las pinturas rupestres de Altamira nos puso en contacto por primera vez con el asombroso arte pictórico del Paleolítico superior, se han ido sucediendo numerosísimos hallazgos, en auténtica lluvia. Hoy son ya, por ejemplo, más de sesenta las cuevas francesas con pinturas inventariadas. Pero en los últimos años se han producido importantes ha­llazgos fuera de Europa, prácticamente en todos los continentes. Todavía es pronto para contar con una sistematización que nos permita esta­blecer un esquema de su proceso; de hecho, cada nuevo descubrimiento nos plantea preguntas más difíciles, a las que por el momento resulta imposible dar respuesta.

 Las pinturas rupestres de la Península Ibérica deben considerarse en relación con las de la ve­cina Francia, al igual que, como ya se dijo, lo están las industrias líticas de este período formando parte del vasto conjunto europeo occi­dental. Nuestras cuevas con pinturas son tam­bién muy numerosas, y una serie de recientes hallazgos han puesto de relieve que todavía que­da mucho por descubrir. Nos ofrecen, además, una secuencia muy completa de todas las etapas de la pintura durante los aproximadamente 20.000 años anteriores al cambio climático que señala el final del Pleistoceno. Y es en esta circunstancia en la que cabe ver uno de sus más interesantes valores.

 ¿Cabe señalar algunas características gene­rales en este conjunto artístico hispano? Exa­minemos ahora brevemente cuáles podrían ser éstas.

 En primer lugar, las pinturas y los grabados suelen darse en el fondo de las cuevas, hasta llegar a los más recónditos rincones; el acceso a donde se encuentran es a veces muy difícil y en ocasiones hasta peligroso. Con frecuencia las cuevas han quedado obstruidas por desprendi­mientos, que obligaron a sus ocupantes a abandonarlas. Dentro de la cueva se pinta en los muros laterales y en los techos, aprovechando en este último caso los salientes de la roca para disponer hábilmente las figuras en relieve (Altamira).

 En segundo lugar merece señalarse que los temas que se pintan suelen ser animales aislados. Rara vez se forman esbozos de escenas. La fauna representada en nuestras cuevas es menos varia que la de las de Francia. Encontramos aquí, sobre todo, caballos, bisontes, cérvidos, cabras, toros y, en menor proporción, gamuzas, jabalíes, cánidos, etc. Son raros el mamut y el rinoceron­te, los peces y las aves. Tampoco se habían en­contrado en España representaciones de renos hasta hace muy poco, cuando aparecieron en algunas cuevas recién descubiertas. Se dan, por último, algunas representaciones de figuras hu­manas enmascaradas, que hemos de interpretar como imágenes de chamanes o magos y acaso de la propia divinidad.

 Dentro de la temática pictórica ofrecen ex­traordinario interés los signos geométricos y abs­tractos, en los que es muy rica la cueva de El Castillo, con puntuaciones y tectiformes varia­dos. La aparición de estos signos — el rectángulo, por ejemplo — junto a figuras naturalistas permite fechar éstas, ya que la datación y cro­nología de los citados signos son bien conocidas por haberse encontrado en estratos seguros.

 Otra de las características más importantes que hemos de reseñar es el policromismo de al­gunas de estas pinturas. Los colores utilizados son el negro y el rojo, variando a ocre, parduzco y rojizo, a veces con tonalidades violáceas. Di­versos minerales — ocre, carbón — , la sangre y las grasas animales constituían la materia prima de los colores, que luego se aplicaban con los dedos, por medio de toscos pinceles de hierbas o de pelo, o incluso soplando a través de una caña. Como medio de iluminación durante su quehacer, aquellos primitivos artistas debían de disponer de unas simples teas o de una mecha que se consumía en grasa animal depositada en la concavidad de una roca.

 El arte mobiliar o mueble del Paleolítico su­perior constituye otra asombrosa expresión del ingenio humano. Debió de ser su primera ma­nifestación artística, pues hay que pensar que el hombre empezó tratando de representar las co­sas como son y que, por ello, fue inicialmente escultor. En una vasta extensión que corre desde los Pirineos hasta las zonas más remotas de Si­beria son muy abundantes los hallazgos, sobre todo escultóricos, entre los que se cuentan obras bellísimas y delicadas. Sorprendentemente — en particular si se recuerda que las culturas de nuestro suelo son prolongación de las france­sas — al sur de los Pirineos no se han encontrado hasta ahora esculturas paleolíticas. Nuestro arte mobiliar es, por consiguiente, muy pobre.

 Hemos de hacer una salvedad en lo que se refiere al arte del grabado sobre hueso o sobre piedra, que se debe incluir también en el arte mueble. En algunas cuevas del País Vasco y de las comarcas cantábricas han aparecido losetas con animales grabados (Urquiaga, Bolinkoba, La Paloma, etc.). Pero la mayor riqueza entre todas las conocidas en España y fuera de ella la da, con sus cinco mil plaquitas de piedra gra­badas, la conocida cueva de El Parpalló. Hay entre ellas varios centenares en las que se pueden aislar excelentes figuras animales; otras ostentan grabados geométricos y, en casos excepcionales, aparecen pintadas. Los animales representados son, sobre todo, caballos, toros, cabras monteses y ciervas. Entre las pinturas destacan dos ca­ballos y varios cérvidos, además del motivo del rectángulo que en los grabados aparece repetidamente. Por tratarse de piezas recogidas en auténticos niveles de habitación, su cronología es segura y nos puede ayudar en la solución del problema de la cronología del arte rupestre, cuestión muy debatida. A este respecto, el abate Breuil estableció dos series evolutivas sucesivas que van desde las toscas siluetas hechas con el dedo en el barro de las cuevas hasta las figuras en simple silueta, a veces con puntillado,y, fi­nalmente, a las tintas planas. Tal sería la serie auriñaco-gravetiense. En el solutrense se inicia­ría otra serie, que alcanzaría hasta el magdaleniense medio por lo menos. Habrá que revisar, sin embargo, esta hipótesis a la luz de los nuevos hallazgos y de las nuevas tendencias en el estudio de las culturas, que Breuil, tras una larga vida de dedicación a la Prehistoria, no pudo ya al­canzar.

 Luis PERICOT GARCÍA

María Luisa PERICOT RAURICH

PREHISTORIA

En Historia de España , coordinada por José Luis COMELLAS

 EL ARTE CUATERNARIO EN ESPAÑA.

 Hasta ahora se han distinguido dos provincias o zonas: la francocantábrica, de tipo europeo, y la oriental o provincias del Levante español, de tipo hispanoafricano.

 En la provincia francocantábrica, aparte de los objetos de arte mueble semejantes a los de otras estaciones europeas (utensilios de marfil, hueso, asta, etc., con representaciones de renos, bisontes, ciervos, etc.), ofrece especial interés el arte rupestre, descubierto en 1879 por don Marcelino S. de Sautuola en las paredes y en el techo de la caverna de Altamira, junto a Santillana del Mar (provincia de Santander), y registrado posteriormente en otras muchas cavernas de España y Europa.

 El arte rupestre de la provincia francocantábrica está caracterizado por numerosas reproducciones aisladas de animales de estilo naturalista, distribuidas sin orden alguno, y, por consiguiente, sin formar composiciones o grupos. Los animales representados son el elefante sin pelo, león, osos de las cavernas y caballos, renos, cabras, bisontes, etc. Faltan las representaciones humanas, aparte de algunos ligeros esbozos de caricaturas (signos antropo morfos). En la pintura, el maravilloso techo de Altamira es un ejemplo mag­nifico del acierto con que el artista cuaternario utilizó las protuberancias y redondeces naturales de la roca para, con el grabado y la pintura, representar en su hermosa plenitud la plasticidad de la vida. Los colores (rojo, amarillo, pardo, negro, etc.) son de origen mineral u orgánico y se disolvían en grasa de animal, aplicándose sobre la roca con pinceles de crin de caballo o plumas y fibras vegetales y conservando hasta hoy su frescura y vigor. La famosa sala de los policromos de Altamira ha sido llamada la Capilla Sixtina del arte cuaternario. Otras cavernas de la provincia de Santander (Castillo, la Pasiega. etcétera), ofrecen notables representaciones. Hay también algunas en Asturias Pindal, (cerca de Pimiango: el Buxu, junto a Cangas de Onís, San Román de Candamo), Vizcaya y norte de la provincia de Burgos. (La Barcina, próxima a Oña y Atapuerca), señalándose manifestaciones de este arte en Saelices (Guadalajara), en la cueva de Parpalló (Valencia) y hasta en el sur de España, como en la cueva de la Pileta (Málaga) y en otros lugares.

 C. PÉREZ-BUSTAMANTE

Compendio de Historia de España

LA PINTURA POSTPALEOLÍTICA EN EL LEVANTE HISPANO

 Uno de los fenómenos más atractivos e im­presionantes de la prehistoria hispana, en esta fase intermedia que pone fin a la gran época del Paleolítico superior, es el de la pintura mural en la variante que aparece en los abrigos rocosos de las tierras del Levante español, no en la faja costera, sino mirando hacia el interior, en las sierras del sistema Ibérico.

 El descubrimiento de esta pintura levantina data de 1903, pero pasaron varios años hasta que los hallazgos se hicieron más frecuentes y suscitaron el interés de los investigadores. Hoy son ya muchos los abrigos con pinturas cono­cidos — aproximadamente un centenar, aunque el cálculo no es seguro — y su número aumenta de día en día, ofreciéndonos unas obras siempre relacionadas entre sí por rasgos comunes y que en conjunto constituyen lo que se ha dado en llamar arte levantino español.

 La descripción de sus manifestaciones nos lle­varía muy lejos. Mencionemos, pues, sólo los rasgos más salientes. La gran novedad respecto al arte pictórico del Paleolítico superior es la presencia de figuras humanas, concebidas por lo general en movimiento, con detalles realmente notables de indumentaria y armas. Las figuras suelen formar escenas: cacería al ojeo, recogida de la miel silvestre, danzas guerreras, arqueros en acción y quizás alguna escena de plantación. La representación humana acostumbra a ser de pequeño tamaño, mientras que algunas repre­sentaciones animalísticas tienen considerables dimensiones.

 La distribución de abrigos y cuevas en los que encontramos este tipo de pinturas es como sigue. Se inician al sur de la provincia de Lérida — donde destaca la famosa Roca dels Moros, de Cogul—, continúan hacia Tivissa (Tarragona), La Cenia, Morella y sus alrededores, con varios abrigos en Ares del Maestre (Castellón), y salen casi a la costa en los abrigos del barranco de La Valltorta, también en Castellón. Más al interior, por Aragón, hay varios conjuntos que forman una zona paralela a la ya descrita: se inician en el Bajo Aragón — Val del Charco del Agua Amarga, en Alcañiz (Teruel), barranco dels Gascons en Calapatá (Cretas, Teruel), abrigo de Els Secans (Mozaleón, Teruel) — y descien­den por las también turolenses Alacón y Santolea hasta alcanzar el importante grupo de Albarracín y Tormón, en el extremo meridional de la provincia. Ya en la provincia de Valencia el grupo de Dos Aguas se prolonga al sur del Júcar en los abrigos de Bicorp, interesantísimos, y en algunos otros menos importantes hasta llegar a los núcleos de la provincia de Albacete. Estos últimos nos han proporcionado en los pasados años verdaderas sorpresas, como el gran friso y otros conjuntos menores en Alpera, los de Minateda — ricos en variadas figuras — y los de Nerpio y diversos lugares más del Sur albaceteño.La línea continúa con escenas semejantes desde Vélez Blanco (Almería) hasta las cuevas y abrigos gaditanos. Y aun parece como si todo este arte se prolongara en una mayor esquematización por Sierra Morena y otras zonas montañosas de Andalucía, desembocando todo ello en la primera fase neolítica.

 Luis PERICOT GARCÍA

María Luisa PERICOT RAURICH

PREHISTORIA

En Historia de España , coordinada por José Luis COMELLAS

 

 

 

 

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